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Los mitos de Cthulhu

La puerta

Vuelvo a ponerme delante de un ordenador tras más de cuatro años sin atreverme, pero lo hago porque tengo la obligación para conmigo mismo de dejar constancia de aquellos horribles sucesos acaecidos hace ya cuatro años, sucesos por los cuales me pasé cerca de tres años y medio yendo a terapia psiquiátrica. Relato esto, no para que tú, posible lector, creas lo que aquí voy a narrar, si no para dar a conocer los horrores que yacen en lo más profundo de la mente humana.

Todo comenzó a finales del 2004, por aquel entonces yo formaba parte de una revista juvenil metida en proyectos solidarios en una ciudad cuyo nombre no diré. Uno de mis primeros encargos fue un artículo acerca de un centro social en el que participaba un grupo vinculado a la revista… Este grupo no sólo se encargaba de este centro, sino también de otros muchos proyectos. El artículo debía realizarlo con dos de mis compañeros de la revista. Así pues, el martes 10 de Noviembre nos presentamos en la residencia.

Una vez dentro nos presentamos y le contamos qué hacíamos allí. Curiosamente no vimos a ninguno de nuestros compañeros, así que nos pusimos a buscarles por todo el centro. Era un edificio muy grande y pintado totalmente de blanco -marcos de ventanas y puertas incluidos. Buscando por los pasillos, encontramos a uno de nuestros colaboradores en uno de los extremos de la residencia. Este pasillo no tenía ventanas, por lo que era más oscuro que los anteriores, y las bombillas apenas si iluminaban tenuemente el corredor. Nos adentramos en el pasillo, pues era el único que nos quedaba por explorar. A todo esto, mi compañero Joaquín iba sacando fotos de los interiores con su cámara, mientras que yo, pese a que llevaba la mía en las manos, no saqué ninguna. Pero volviendo al pasillo, descubrimos que al final de éste había una puerta cerrada… una puerta que, al contrario que las demás, no estaba pintada de blanco, sino de un rojo intenso. Esta puerta me llamó poderosamente la atención, me acerqué a ella y la fotografié. La verdad es que no sabría justificar porqué lo hice, pero el caso es que, antes de haberme dado cuenta, ya había disparado la cámara. Encendí la pequeña pantalla de la cámara digital con la intención de ver la imagen captada y de borrarla. Sin embargo, al ver la fotografía me quedé paralizado de terror…. Miré de nuevo la puerta y luego volví a posar mi mirada en la foto. ¡¡Qué extraño!! Aunque la puerta estaba totalmente cerrada, en la imagen aparecía entreabierta....

Pero eso no era lo peor: en la imagen aparecía una sombra de color gris translúcida flotando delante de la puerta. Me quedé de pie inmutado mirando la cámara fijamente sin saber qué hacer. Mis compañeros debieron notar que me pasaba algo, pues tímidamente se acercaron a mí.

-- ¿Te pasa algo?—me preguntó uno de mis compañeros. —Estas pálido.
-- Dime que esa maldita puerta está cerrada. —le respondí.
-- Sí, está cerrada.
-- Entonces, ¡¿por qué demonios en esta fotografía aparece entreabierta?!—Le pregunté gritando. —Y ¿qué es esa cosa que aparece flotando delante de ella?
-- ¿Pero qué demonios…?—El también se había quedado sorprendido.

Nos fuimos alejando poco a poco de la puerta cruzando el corredor, que esta vez nos pareció más largo. Cuando llegamos al final, ya me había calmado. Me paré y me giré hacia mis compañeros.

-- He de ver qué hay tras esa puerta. Necesito… — les dije. Así pues, fui recorriendo de nuevo el pasillo y me planté delante de la misma. Mente y corazón se unieron para instarme a que retornase tras mis pasos… pero hice caso omiso. Me colgué la cámara al cuello y agarré el picaporte con las dos manos, fuertemente, para que no me temblasen. Tenía miedo, miedo de lo que podía encontrarme al otro lado. Si hubiera sabido lo que me esperaba, hubiera salido corriendo como alma que lleva el diablo, nunca mejor dicho.

Mis compañeros -que no se esperaban mi reacción- no fueron lo suficientemente rápidos para detenerme. Respirando hondo, giré el picaporte, abrí la puerta y crucé al otro lado, a los profundos abismos de la locura.

Me encontraba en una sala gigantesca totalmente desprovista de cualquier tipo de mobiliario, a excepción de una pequeña mesa al lado de la puerta. Me escondí detrás de ella. El único otro objeto de la habitación era un pedestal lo suficientemente grande como par que pudiesen estar dos personas encima con suficiente espacio para ellas. Podéis preguntaros porqué me escondí detrás de la mesa…. En efecto… la habitación no estaba vacía.

Seis figuras rodeaban el pedestal. Iban vestidos con unas túnicas y encapuchados. Algunos de los trajes eran negros y otros blancos. Por detrás del pedestal, y a cierta distancia, otra figura también vestida de negro pero sin capucha se distinguía en la inmensa sala. Deduje que era un hombre, pero el hombre más horrible que hubiera visto jamás. Tenía el rostro cubierto de cicatrices, demasiado perfectas como para ser hechas a causa de algún accidente. ¿Marcas rituales? Hmmm... Tal vez. Pero eso no era lo peor: sus ojos,… mejor dicho, la ausencia de ellos... me hacía temblar de una forma que…. En ese momento llegó a mis oídos unas palabras, que sonaban como una letanía y que los otros encapuchados repetían.
…

Las palabras seguían sonando en la sala. En ese momento me acordé de que llevaba la cámara y empecé a tomar fotos de la sala y del hombre de las cicatrices. Cuando dirigí el objetivo de la cámara hacia el pedestal, vi una octava figura encima de él que bailaba una especie de danza fúnebre. Esta figura correspondía a la de una mujer que iba vestida con una especie de traje semitransparente. Parecía un traje de novia pero sin la cola, ya que este vestido le llegaba a la mujer por los tobillos. No pude verle la cara pues llevaba puesta una máscara de porcelana, parecida a las máscaras griegas de la tragedia y la comedia pero con una expresión neutral.

Seguí sacando fotos, esta vez de la hipnotizante danza que ejecutaba la mujer. Tras largos minutos, la letanía recitada por el cicatrizado y la mujer también cesó, con tan buena (o mala) fortuna que quedó encarada en la dirección en la que yo estaba escondido. Afortunadamente, no pareció verme. Estaba con la cámara preparada, expectante a ver qué pasaba. Me fijé en el rostro de la mujer, en la máscara que llevaba mejor dicho, y vislumbré unas pequeñas lágrimas que recorrían las mejillas de porcelana. Usé el zoom de la cámara para verle mejor la cara y descubrí que las lágrimas eran de color carmesí, ¡era sangre! Las gotas de sangre seguían saliendo de los orificios de la máscara, cada vez más grandes hasta que un autentico caudal del líquido carmesí recorría su rostro y todo su cuerpo, empapándola. A esto que se reanudó la cantinela y la mujer empezó a danzar de nuevo sin, al parecer, percatarse de que sangraba o aún peor, no importándole lo más mínimo.

Empecé de nuevo a sacar fotografías de la bailarina, cuya sangre debido al movimiento de su cuerpo salpicaba a todas partes. De nuevo y, repentinamente, la mujer se paró y… me miró. Yo en ese momento estaba con el zoom al máximo para poder sacar un primer plano de su rostro. Su mirada hizo que me tambaleara. Una mirada que prometía torturas y horrores inimaginables para un ser humano. Ignoro si llegué a apretar el obturador de la cámara; sólo sé que me puse en pie y salí de la habitación. Una vez fuera de ella, cerré la puerta y me lancé sobre mis compañeros, que me habían estado esperando fuera. Sentí el sabor amargo de la bilis en mi boca y vomité… sí, vomité. Esa mirada no debía ser vista jamás por ninguna persona.

Según me contaron mis compañeros, en ese momento después de vomitar, caí al suelo echando espuma por la boca y con los ojos en blanco. Yo no recuerdo nada de todo eso. Cuando volví en mí, me encontraba en el jardín de la residencia. Mis compañeros me habían llevado hasta allí. Aunque sólo estuve unos minutos sin conocimiento, yo tenía la sensación de que habían pasado horas. Intenté ponerme de pie pero no pude… no tenía fuerza en las piernas.

-- Quédate sentado, has sufrido un shock. ¿Podrías contarnos lo que te ha pasado? —me preguntó uno de mis compañeros.
Iba a responderle cuando me di cuenta de que no llevaba la cámara conmigo.
-- La cámara, ¿dónde está la cámara?—les pregunté a mis compañeros. Me agarré a la camisa de uno de ellos.-- ¿Dónde está la jodida cámara?
No sé decir qué se apoderó de mí pero, verme sin la cámara tras haber tenido que aguantar todo lo que tuve que ver sólo para sacar fotografías fue superior a mí.

Entré de nuevo en la residencia, recorriéndola hasta llegar al oscuro corredor y poniéndome nuevamente frente a la puerta fuente de mi perdición. Por segunda vez en el día, agarré el picaporte, lo giré y cuando me disponía a entrar la puerta fue abierta por dentro. Yo no me lo esperaba, así que tropecé y caí al suelo dentro de la habitación. Me pegué un buen golpe y lo primero que distinguí tras caer fue mi cámara, estaba en el suelo de la habitación con el objetivo desplegado, parecía que me miraba como burlándose de mi estupidez.
Y en ese momento, escuché una voz.
-- ¿Álvaro? ¿Qué haces tú aquí?
Me di vuelta lentamente hasta ponerme de espaldas al suelo, y vi al padre Cortéz, un sacerdote amigo de mi familia, mirándome.
-- Vamos muchacho, levántate. —me dijo tendiéndome la mano. Yo la acepté y me incorporé ayudado por él. Una vez estuve de pie, miré a mí alrededor.
Me encontré con una sala completamente distinta a la que había detrás de la puerta anteriormente. Esta sala era más pequeña, con unas estanterías en las paredes y unos bancos en el centro. Sentados en los bancos estaban los voluntarios… me estaban mirando. Pero yo seguía con la mirada fija en la habitación, estaba muy asustado. ¿Es que acaso me lo había inventado todo? ¿Nunca existieron los encapuchados, ni la mujer ensangrentada?
Pero, entonces… ¿por qué estaba la cámara dentro de la habitación si nunca había entrado en ella?
Me agaché a recoger la cámara, las manos me temblaban y a punto estuve de dejarla caer.
-- Pero, ¿qué te pasa Álvaro? Estas temblando. —me preguntó el padre Cortéz.
-- Nada, Padre, nada. – le respondí intentando calmarme.
-- Está bien, pero antes no me has respondido. ¿Qué haces aquí?
-- Pues me han encargado que haga un artículo sobre el voluntariado en esta residencia y aquí estoy. Y ¿qué hace usted aquí?, Usted no es monitor de estos voluntarios….
-- Eso es cierto, pero suelo pasarme por todos los voluntariados de esta zona para ver qué tal les va, y hoy me tocaba venir aquí. – Probablemente era cierto pero entonces, ¿por qué tenía la sensación de que me estaba mintiendo? - .
-- Bueno Álvaro, ya que estás aquí, ¿por qué no nos haces una foto a tus compañeros y a mí con ellos? Venga chicos, poneos aquí conmigo que nos va a hacer la foto.

Esperé a que se colocaran todos: los ocho. El padre Cortéz quedó en el centro con la única chica que había allí a su izquierda. Cuando se hubieron colocado, los fotografié. A pesar de que intentaba que no se me notaran los nervios tuve que hacer dos fotografías porque la primera me salió borrosa a causa del temblor de manos.

-- Padre, yo me voy a mi casa. Ya volveré la semana que viene para hacer la entrevista. – Necesitaba salir de allí, no podía sacarme las imágenes del ritual de la cabeza.

No esperé a escuchar la respuesta del sacerdote. Me fui rápidamente de allí. Al llegar al jardín no vi a ninguno de mis compañeros, así que supuse que se habrían ido. Pero en ese momento nada me importaba lo más mínimo. Necesitaba llegar a mi casa y una vez allí comprobar si en la cámara estaban todas las fotografías que tomé del ritual. Si las fotos existían quería decir que había sucedido de verdad, que no estaba loco, pero si las fotos no estaban…

No sabría decir cuál de las dos opciones me aterraba más.

En cuanto llegué a mi casa, encendí el ordenador y conecté la cámara digital a la computadora. En este momento me encontraba muy asustado. Fue por ello que a punto estuve de destruir la cámara pero, si lo hubiera hecho ni habría descubierto la verdad ni habría podido vivir pensando que todo aquello fue un mal sueño o una mala pasada de mi imaginación. Pero no lo hice: las ganas de descubrir la verdad me corroían por dentro. Así pues, arranqué el programa que usaba para pasar las fotografías desde la cámara hasta el ordenador. Una vez dentro del programa comprobé que en la memoria de la cámara sólo había guardada una única fotografía. Me empezó a entrar una risa histérica… al principio intenté reprimirla pero no pude y empecé a carcajearme. ¡Todo no había sido más que una alucinación! ¡No había existido nunca la habitación del pedestal, y el ritual tampoco!

Cuando me calmé, pinché en el icono que representaba la fotografía que estaba en la cámara. Fotografía de la que nunca dudé se tratara de la imagen del grupo de voluntarios. Esperé un poco hasta que se cargara la imagen que, cuando se terminó de cargar, apareció ocupando toda la pantalla. Lo que vi… lo que vi me espantó… tanto que salí corriendo de mi habitación, de mi casa, ¡¡de mi edificio!!, hasta llegar a la calle, donde me tumbé sobre la acera y me sumí en la locura.

La fotografía que apareció era, en efecto, la que yo le había hecho a los voluntarios… pero a la vez no era esa. Los seis chicos del voluntariado aparecían en la imagen con unas túnicas, algunas negras y otras blancas. En el centro el padre Cortéz, cuyo rostro era un amasijo de cicatrices y sus ojos dos pozos negros y vacíos. A su izquierda, la chica del grupo con un traje blanco manchado de sangre, una máscara de porcelana y llorando lágrimas carmesí. Y flotando por encima una sombra gris con forma humana miraba a cámara… y sonreía.

***
Este mensaje fue encontrado entre las manos del estudiante Álvaro Pérez García de 20 años, que fue hallado ahorcado en el apartamento que compartía con dos compañeros suyos de la universidad. El dictamen de la policía fue de suicidio, dado el historial de trastornos mentales que sufría el fallecido. La causa de este trágico suceso aún no ha sido descubierta.

El PAÍS, 10 de Noviembre de 2008